Amigo y compañero animado por el mismo
ideal de replicar la presencia, la palabra y la obra de Jesucristo. Tú y yo
sabemos que sin Él la vida se malgasta. Y una vocación sacerdotal malgastada es
triste.
El Año Jubilar de la Misericordia nos
sacude especialmente.
Es lo primero que necesitamos: su
Misericordia. Pero en segundo lugar es que somos ministros de la Misericordia;
estamos llamados a darla a quien la necesita. ¿Y quién no necesita de la
Misericordia de Dios?
Pero podemos estar seguros de que ya
hemos sido objeto de esa Misericordia infinita. Porque “no me eligieron ustedes
a Mí, sino que Yo les elegí a ustedes”. Si somos lo que somos, no es sino
porque Él tuvo a bien llamarnos. ¿Por qué? En definitiva porque quiso, porque
nos amó.
Y continúa amándonos y con
predilección. Y continúa confiando en nosotros. A lo peor le hemos traicionado;
nuestras promesas en los momentos de cercanía eufórica se hicieron humo cuando
más lo necesitábamos. Claro que importa; pero sus ojos se vuelven a nosotros
como se volvieron a Pedro en aquella noche triste. Y le mantuvo su elección y
su promesa: “Apacienta mis corderos;
apacienta mis ovejas”. Y vuelto, como Él se lo pidiera, “confirmó sus
hermanos”. “Ha resucitado el Señor; se ha aparecido a Simón”.
Sea la que haya sido tu historia hasta
ahora, Él no ha retirado su palabra y sigue confiando en ti. “Setenta veces
siete”. Dale esa alegría, vuelve, te espera y quiere celebrarlo con alegría
desbordante. Tiene la puerta abierta, como también la Iglesia. Es el Año de la
Misericordia. “Donde abundó el pecado, sobreabunda y sobreabundará la gracia”.
“gracia tras gracia”, una gracia que supera, hace pequeña la anterior.
Ministro de la Misericordia. No hay
misión más grande. Para eso vino Él. Testigo de la Misericordia, anúnciala,
sólo Él, el Hijo, y tú en su nombre la podéis impartir. Porque todos pecaron y
tienen necesidad del perdón y de la gracia de Jesús. “¿Quién puede perdonar los
pecados?”. Solo Dios; y, en su nombre, sólo quien ha recibido ese poder de Él:
“A quienes ustedes perdonen, se les perdonará”.
Es la primera necesidad de tus
hermanos, de todo hombre. Todos nacen y hemos nacido pecadores; “en pecado me
concibió mi madre”. Eres sacerdote en primer lugar para perdonar. Si lo haces,
vas a ver maravillas. Verás a muchos pródigos volver, cansados, destrozados;
pero cuando les perdones, la alegría les llenará el corazón, sentirán que han
resucitado, que la paz les inunda el corazón. Nadie en el mundo puede hacer el
bien que un sacerdote puede hacer.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Director del Blog
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